sábado, 3 de julio de 2010

Verito "Qué Hacer con Nuestros Enemigos"

En Japón -hasta mediados del siglo pasado- predominó el matriarcado en las familias. Un sistema basado también en el machismo, pues era la madre del ESPOSO la que tenía amplios poderes sobre sus nueras, que debían vivir en su casa, mientras que lo contrario ni siquiera se consideraba, o sea, que el esposo tuviera que vivir en casa de la madre de su esposa y se someta a su autoridad. 
Dicho esto, vamos a conocer la historia de una muchacha nacida en el país del que hablamos y, por lo tanto, en esa cultura tan peculiar. 
Su nombre era Oshin y se enamoró de un joven muy apuesto llamado Takeshi. Con la belleza de un romance al más puro estilo tradicional japonés construyeron una fuerte relación y, cuando las circunstancias fueron apropiadas, se unieron en matrimonio, llenos de ilusión y de amor.
Tal como indican sus costumbres, desde un principio fueron a vivir a la casa de los padres de Takeshi. Oshin se sentía tímida y trataba de agradar a su suegra en todo, servirle al pensamiento, pero la señora quería demostrar su poder, dejar muy en claro que ella mandaba y, a pesar de tener 3 hijas solteras todavía viviendo en la misma casa, jamás se le ocurría darles orden alguna. Sin embargo, Oshin era el blanco de todas sus ocurrencias. Criticaba los esfuerzos de su nuera y la humillaba, le daba los oficios más pesados y denigrantes, haciendo que el rencor naciera y creciera en el joven corazón de Oshin, quien llegó a un punto en el que no podía soportar más a la desconsiderada suegra. Ya ni el amor por su marido (quien no opinaba nada al respecto, dejándola en manos de su madre) lograba doblegar sus ideas de venganza. 
Llegó el día en que la señora (sin ninguna necesidad ni motivo) ordenó a Oshin no dirigirle la palabra a Takeshi. Quería, es claro, llevarla all mismo borde de la desesperación y lo logró.
Oshin -en el corto tiempo del que disponía- pudo contactar a un hechicero, del que había escuchado una que otra historia mientras fregaba los pisos, atendía toda la casa y masticaba su dolor y humillación. 
El hechicero, llamado Zen, escuchó pacientemente la historia que Oshin fue a contarle, pidiéndole ayuda. Ella necesitaba algún consejo, pero luego, ahogada en lágrimas, lo que decidió pedir a Zen fue un brebaje de lo más efectivo para dar fin a la existencia de su suegra, a quien ya le faltaba muy poco para destruir la relación entre su hijo y su nuera. 
El hechicero Zen la vio tan, pero tan desesperada, que decidió facilitarle un frasco de una sustancia de un olor y color muy raros, explicándole que por sus características no podía ser aplicado en una sola dosis. Por otro lado, le advirtió que sería mejor ir despacio, para no despertar sospechas, pues por todos era conocida la mala relación suegra-nuera. 
Lo más inteligente sería -según los consejos de Zen- que empiece a tratar lo mejor que pueda a su suegra, como al principio lo hacía, antes de ser tan humillada. Sólo de pensar en tratar de agradar a su suegra, Oshin sentía un gran nudo en el estómago y otro en la garganta, por no poder gritar al mundo lo que le estaba pasando. 
"Sin embargo -se dijo- el fin de mi sufrimiento se acerca, vale la pena fingir, mientras por dentro sé que sólo la llevo hacia una muerte lenta, que me vengará por todos sus abusos."
Volvió a su casa y dio comienzo al plan, sin olvidar detalle. Como era la encargada de preparar y servir los alimentos, disponía de la estrategia ideal para envenenarla de a poco. 
El proceso fue muy lento, a Oshin le parecía una eternidad al principio, pero después empezó a saborear la dulzura de la venganza. Fingía amabilidad, presteza y sonreía muy a menudo a su suegra al servirle. 
Poco a poco, su amabilidad no fue tan fingida, le nacían deseos de atenderla y las sonrisas brotaban de sus labios cada vez más naturales. 
En tanto que la suegra fue abandonando sus característicos ataques a Oshin, ya no la molestaba tanto y hasta habían ocasiones en que, en lugar de darle una nueva orden, la invitaba a sentarse a su lado y le contaba historias de sus ancestros, mientras disfrutaban de algún manjar. No tardaron en congeniar, incluso Takeshi se sorprendía al verlas reír juntas.
Una noche, luego de servir la cena a su suegra, Oshin se paralizó. Había continuado con el plan sin fallar, por lo que ya era tiempo de que la poción de Zen surta efecto, su suegra moriría en un plazo muy corto, demasiado para los sentimientos que nacieron producto de un inicial deseo de venganza, transformándose luego en una sincera amistad y cariño verdadero entre Oshin y la madre de su esposo. 
No quiso esperar hasta el otro día y en plena oscuridad corrió a la choza de Zen. Cuando llegó, le explicó desesperada que la relación con su suegra se había transformado en algo muy positivo, que estaba arrepentida de haber continuado con las dosis del veneno. 
De rodillas y entre lágrimas, suplicó a Zen le diera un antídoto, uno que sea más efectivo que la propia poción letal, que gota a gota llevaba a su madre política a una muerte segura. 
Zen la escuchó con mucha paciencia y no pudo evitar sonreír dulcemente. Consoló a Oshin, le secó las lágrimas y la invitó a sentarse, pidiendo que esta sea ella quien escuche. 
Había una razón muy poderosa para pedir a Oshin que se tranquilizara, no eran sólo palabras vacías, él sabía que -en realidad- no había motivo alguno para temer la muerte de la madre de Takeshi. La temida y "efectiva" poción no era otra cosa que un simple aceite de hierbas medicinales, desconocidas por Oshin, quien de veras creyó que estaba muy cerca de convertirse en asesina por venganza. 
Simplemente quiso Zen que Oshin tuviera el tiempo suficiente de conocer a su suegra, tratarla como si en verdad la quisiera, eso haría que también la suegra vea en su nuera una persona a la cual se podría querer, otra hija, la hija más apegada a la madre postiza, ya que -entre malos y buenos momentos- había compartido más con ella que con sus propias hijas. 
Al conocer el contenido del frasco que por tanto tiempo acompañó en secreto el rencor de Oshin,respiró con profundo alivio, dio un beso en la mejilla al sabio Zen y corrió sin detenerse hasta llegar al dormitorio de su suegra, que se encontraba aún despiera, esperándola para la acostumbrada sesión de historias fascinantes. 
Cuando Oshin vio a aquella mujer que la había humillado tanto, que transformó su ingenuidad en un odio profundo, que le hizo conocer el rencor y los deseos de venganza, pero que -como resultado del plan de darle una muerte lenta- se había transformado en la madre y amiga que le hacía falta, decidió ya no pensar y se acercó al lecho de la anciana, la besó en la frente, acarició sus canas y llorando le dijo que la quería mucho. 
Sin ellas darse cuenta,Takeshi (que había ido a dar el beso de buenas noches a su madre) las observaba sin atreverse a interrumpirlas, sintiendo los ojos húmedos por la emoción de ver al fin a las dos mujeres de su vida unidas en su amor por él.

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